Tal vez no sea la primera mujer del
mundo,
pero para alguien es la única.
Ella simplemente estaba,
como están las estrellas allá arriba,
pero aquí abajo,
y he sentido el desconsuelo de las más
fugaces
que se han quitado el brillo a mediodía.
Desafiaba al mundo con las manos en alto,
guerrera que carga las metralletas con
margaritas,
capaz de guiar contigo al ejército más
valiente del mundo,
formado por un par de cadetes,
dos gatos
y tres o cuatro bichos palo.
Con esa sonrisa,
la sonrisa de alguien que espera todo de
la vida
mientras simplemente espera a que le
saques una foto,
por poco no me enamoro yo y te quito el
puesto.
Que no te extrañe,
si en esos ojos he tirado todos los
puzzles,
porque nada encaja como sus pupilas con
las tuyas.
He visto a la felicidad encerrada
en su cara,
sufrir un síndrome de Estocolmo terrible
y no querer salir,
a pesar de los golpes de la vida.
Y la entiendo,
porque renace
cada día
de ese uno para el otro:
Ella,
entre miles de colores,
sobresaliendo en primavera,
y tú,
suspendiendo en el intento
de no hacer su risa eterna
en un instante
pixelado.
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