miércoles, 3 de abril de 2013

Agujeros negros en el sol.

Cada mañana, aguardas tras la puerta sabiendo que una vez más te dejaré entrar, sin llamar ni una vez, ni dos -aunque siempre seas cartero de malas noticias- porque sabes que tienes entradas preferentes para destrozarme. No necesito asomarme a la nada para saber que eres tú: el tintineo de mi alegría antes de despedazarse -como el  tintineo que hacen los vasos, dudosos, antes de romperse por haber caído al suelo- me anuncia a gritos tu llegada. Abres agujeros negros en el sol y humillas a las flores, dejándolas insuficientes, inservibles, ínfimas. Yo, una vez más, me disfrazo el corazón sabiendo que es inútil porque siempre lo encuentras y lo aniquilas.

Cada noche, castigas a la luna de espaldas al firmamento y te eriges dueño de mis sueños, diluyéndome en pesadillas. No sé si serás tú el primero en disparar o seré yo la primera en rendirse, en un duelo injusto en el que hasta mi vida apuesta a tu favor. Pierdo, pierdo, pierdo, nunca dejo de perder… y como premio de consolación, me ofertas barra presa de amargura hasta altas horas. Me convences, y en el momento en el que ya no distingo entre pena y dolor, me traicionas de nuevo y te marchas, sabiendo que estoy atada a ti, abriéndome los ojos para dejar entrar a las oportunidades demacradas, al arrepentimiento feroz, a las lágrimas saladas.

Así pasan los años, yo al borde de precipicios y tú impidiéndome saltar.
Así pasa la vida, tú desplumándome las alas y yo, aún así, intentando volar.

Siempre tú y yo. Siempre yo y tú.

Y no sé de qué me extraño ni qué te reprocho,
si te quedaste a mi lado, ocupando su sitio,
si fuiste lo único capaz de llenar el vacío que dejó al marcharse, tan grande y tan oscuro.

Tú, tan intangible y a la vez tan real, miedo.

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