Se había desecho de todos los
retrovisores
para no ver el rastro de tristeza que
dejaba
en la línea discontinua
de la vida
y
nunca llevaba chaleco reflectante
-hay personas que brillan por sí solas-
decía.
Su sonrisa parachoques,
sin pintalabios por haber besado el pavimento
-por torpe
y por haber volado demasiado-
frenaba en seco a las personas
pero habría iniciado tres mil seiscientas
revoluciones por segundo
con tan solo abrir la boca.
Tenía la puta manía
de cantar Don´t stop me now
por encima de lo incívicamente correcto
y nunca escuchaba el grito que se ahogaba
dentro.
Siempre había preferido los caballos
libres
a los encerrados en un motor
y se le aceleraban las pulsaciones
cuando no pisaba el suelo.
Iba a trescientos sesenta y cinco días
por daño
en un año bisiesto:
le bastaba un día para ser feliz.
Cogió la irracional-V,
sin comprobar el tráfico de emociones
que la recorrían por dentro
ni las señales de advertencia
propias de purgatorios caducos:
le daba igual que llorar fuera obligatorio
y que la risa estuviera prohibida.
De repente,
frenó en mojado
esquivando mis lágrimas recién caídas.
-No llores, yo quiero morirme
contigo de la risa.
No vio venir el miedo
que nos invadía de frente
a pies,
y al mirarme a los ojos
se salió de la circunvolución a toda
velocidad
y se estampó contra el papel en blanco.
-Escríbeme de vez en cuando- me dijo,
y
se borró para siempre.
Se mató de la pena conmigo
pero sin mí.
Nota:
El
contenido del texto es totalmente metafórico,
no
es mi intención ofender a nadie.
Conducid con precaución.
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